Etiquetado: Transición española

EL ÁGUILA Y LOS «AGUILILLAS»

Que hubo (y hay) gente muy satisfecha con el franquismo que dirigió España durante 40 años es una evidencia. No hablo de ignorantes que gritan en un partido de fútbol, ni de lectores de las novelas de ficción que escribe Pío Moa, ni de mis abuelos. Hablo de «los privilegiados», personas de la órbita del poder franquista que alimentaron sus arcas de las migas que rascaban a la maquinaria nacional-catolica. Empresarios, militares, aristócratas, curas, falangistas… Todos obtuvieron sus prebendas, las 30 monedas de plata que dió Francisco Franco a aquellos que hicieron posible su triunfo, porque fue suyo y de nadie más, a costa de traicionar a su patria, si, como suena. Se habla de estancos cedidos a familias afines a la dictadura para su explotación. Y están los colegios cedidos a la Iglesia, para su explotación. Y la tierra entregada a la aristocracia, también para su explotación, aunque el que se dejara las manos en el campo fuera otro.

Pasaron los años. El país, dirigido siempre por el (los) mismo (s), iba cambiando sus formas pero no sus modos. A la autarquía de posguerra le siguió la apertura de comienzos de los 60, a la vera de un presidente estadounidense al que le gustaba tanto el cerril anticomunismo de Franco que hacía por no ver la represión a la que sometía a la población, o mas probablemente le daba igual. Y a esta apertura le siguieron una serie de «oportunidades» que no tardaron en acabar en manos de lo que entonces se llamaba tecnocracia pero siempre fue el Opus Dei.

Así las cosas, Franco envejecía pescando languidamente en algún río mientras sus más cercanos se llenaban los bolsillos y todos los demás no podían ni pisar el césped ni hacer una huelga, y con la izquierda ni coger el lápiz. España seguía siendo, treinta años después de la II Guerra Mundial, una dictadura heredera del auge del fascismo en los años 30. Pero nada dura para siempre, y la transición en España no se llamó ni Adolfo Suárez ni Juan Carlos I, sino Operación Ogro, la bomba que ETA colocó debajo de una alcantarilla haciendo saltar por los aires al sucesor de Franco en el gobierno, el almirante Carrero Blanco. Sólo entonces se planteó al Borbón como próximo Jefe del Estado en España.

De repente la dictadura estaba tan moribunda como su líder. Las Familias del franquismo, y no me refiero a las cartas, pusieron sus barbas a remojar a toda prisa mientras veían cuajar la Revolución de los Claveles en Portugal, un vecino al que no saludamos ni en el ascensor, pero que se parece mucho a nosotros. El anuncio de Arias Navarro, entonces presidente del gobierno, de la muerte de Paco fue el pistoletazo de salida de una carrera que bien podría ser un remake del mundo loco de Stanley Kramer. El dinero estaba al otro lado, en la democracia, ¿cómo no podían verlo esos obtusos del Búnker? Gracias a Dios y a Escrivá de Balaguer los había más espabilados, y un energético y todavía inteligible Manuel Fraga se ponía manos a la obra y daba forma a Alianza Popular. Recopilar a un buen puñado de ex-ministros franquistas y sentarlos en el congreso no le fue muy difícil. Pronto llegaron refuerzos, sangre nueva vistiendo camisas viejas pero actualizadas, que sustituyeron el cara al sol saludando con maletines al floreciente liberalismo económico, monárquico y vertical, más cómodo que la severa vigilancia del águila. Para cuando Alianza Popular cambiaba su nombre por Partido Popular, aquello era ya un buen nido de «aguilillas», que se repartían la carnaza con buitres socialistas obreros españoles. De gaviotas, nada de nada.

 

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UN MAL MOMENTO PARA ALFREDO

Tranquilo y pausado, con ojos pequeños y tristes, sonrisa de enseñar los dientes, barba, alopecia y una potente retórica que encaja sin fisura en su figura de político. Es obvio que no atraviesa un buen momento profesional, pero Alfredo Pérez Rubalcaba es un dinosaurio parlamentario, cuya trayectoria ha ido pareja a la del partido que hoy lidera, el PSOE, a partir de la transición.

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Alfredo Pérez Rubalcaba de joven.

Nació en Cantabria en 1951, cuando la posguerra daba sus últimos coletazos, e ironías de la vida, su padre fue aviador en el bando sublevado, pasándose más adelante a la aviación civil. Alfredo optó por la química, llegando a impartir clase en la Universidad Complutense de Madrid. Obtuvo también buenos resultados practicando atletismo, y si bien su figura actual no es la de un deportista (el paso del tiempo todo lo borra), pocos superaban sus marcas entonces. Pero todo esto no tendría hoy ninguna relevancia si no fuese por su afiliación, en 1974, a un partido que entonces corría tanto cómo él para ponerse en forma tras 35 años de inactividad, el mismo que convertiría a Alfredo en una figura pública con poder en el devenir del estado español. Fue el año del famoso Congreso de Suresnes, cuando tras la caída de la dictadura salazarista en Portugal durante la Revolución de los Claveles, y dado la delicada salud de Franco, el PSOE vió una oportunidad única para tomar el tren de la socialdemocracia. Se desprendió de la vieja guardia, representada por Rodolfo Llopis, y un joven Felipe González asumió la dirección del partido, al que llevaría en 1979 a abandonar las tesis marxistas, y 3 años más tarde, en 1982, a ganar unas elecciones generales con el récord de votos y unos postulados similares a las demás fuerzas socialdemócratas de Europa.

El PSOE había conseguido pasar de la nada al todo, y un todavía joven Alfredo ocupó diversos puestos en el gobierno, llegando a ministro en 1992 y a portavoz del gobierno un año más tarde al iniciarse una nueva legislatura. Desde ese puesto tuvo que lidiar con los escándalos de corrupción en el Partido Socialista que acabarían con el gobierno en 1996, resultando elegido Jose María Aznar. Volverían los socialistas al poder 8 años mas tarde, ya sin el aura reformista de Felipe pero con las maneras conciliadoras de Zapatero y Rubalcaba (lo que se dio en llamar talante) frente a la soberbia de Aznar. Como Ministro del Interior, Alfredo se colgó algunas medallas, la más brillante la de lograr el fin de la actividad armada en Euskal Herria, un trofeo en juego desde la restauración democrática en España. Pero pesaron mas los estrepitosos fracasos de su partido durante la crisis económica actual (reforma constitucional incluida), que quitó al PSOE su máscara, ya algo ajada, de partido con vocación social, y cuando hubo de ponerse al frente por fin, recogiendo el testigo del liderazgo en el partido, apenas quedaba un manojo de políticos deslegitimados para gobernar y una masa de votantes que les reclamaban explicaciones. Una mala llegada después de una carrera tan larga, pero todavía puede desempeñar algún papel en el desmorone de la democracia española. De momento, nadie pide su dimisión, no interesa… por lo menos entre sus rivales.

Para conocer mejor los puntos de vista de Alfredo Pérez Rubalcaba, nada mejor que su cuenta de Twitter.